EL OCASO DEL CORAZÓN


 El pasado trece de agosto de este año se eligieron los candidatos a la presidencia para las elecciones generales de octubre. El favorecido fue Javier Milei, un candidato de ultraderecha, cuyas amenazantes promesas concitaron la adhesión de un tercio de la población, incluidos aquellos que resultarían muy perjudicados si esos anuncios se hicieran realidad. La “motosierra” sería la dudosa metáfora que anunció el candidato para desmantelar la arquitectura del estado creada en nombre del bien común. Además de dinamitar los sistemas de protección social, también anunció la eliminación de impuestos,  coacciones y controles a los procesos económicos, considerados como la expresión virtuosa de la ambición de cada quién; así el bienestar se imagina como el resultado de los esfuerzos individuales liberados de todo condicionamiento. Por el contrario cualquier definición común del bienestar, como la legislación de derechos, es considerada una aberración, resultado de lo que, genéricamente, llama “comunismo”, al que se hace coincidir con cualquier obstáculo a la ambición individual.

Este ideario levanta un torbellino de emociones entre las que se destaca un indignado desprecio por las ayudas sociales. Desprecio que puede alcanzar el ensañamiento con la pobreza o la debilidad. Pero también contra toda política que,  representando a lo común, se ocupe de la distribución de los bienes. Esto en un país en donde casi la mitad de la población está bajo el nivel de pobreza, aunque tenga trabajo. Y donde, además, abundan los ejemplos de privilegios y franquicias obtenidos por las elites económicas y mediáticas cuando su ambición queda liberada.

En las redes sociales y en la vida cotidiana, esta indignación alcanza la intensidad de un odio de tal magnitud que no encuentra, ni en las consignas más oscuras de la dictadura, el canal para expresarse. Ese odio está en la matriz de la adhesión a Milei, pero todavía hay que hacer un esfuerzo para entenderlo, porque va a contrapelo de las creencias y sentimientos más profundos que sirvieron de sostén a lo común.

 



Esa forma de civilización fue instalada entre nosotros por la colonización española. En dicha tradición, el corazón del dios era sensible al dolor y la pobreza, pero también al pecado que, al asumirse, habilitaba tanto la pertenencia al rebaño como el regreso cuando alguno se alejaba. Perdón y falta eran dos caras de esa moneda que, en lo singular de cada uno, daba la clave del acceso a lo común por la vía del amor y la culpa como límite asumido.

Ese cambio en el núcleo emocional de lo común, y las fantasías apocalípticas que despierta constatan el fin de lo que me animo a llamar la civilización del amor. Y tengo que animarme a decirlo porque ya hace mucho tiempo que el amor a lo común está en retirada. Pero además de suscitar risa temo desafiar el cinismo y el recelo que crecieron en su vacío.

Las formas reparadoras del perdón volcaban el esfuerzo colectivo a la ansiada totalidad ideal que haría que todos disfrutasen de los bienes representados por dios. Esta aspiración a una totalidad imaginaria vehiculizada por el amor a lo común fue el núcleo que sostuvo lo social durante mucho tiempo. Aún en los períodos de enfrentamiento social donde cada bando invocaba la misma totalidad.

Hay que introducir aquí el tema de la representación del bien porque de allí proviene el axioma principal de la Constitución Nacional que reza: “el pueblo no gobierna si no a través de sus representantes”. Donde debe entenderse que sí bien el pueblo representa la soberanía sobre los bienes, su gobierno es llevado a cabo por otros en su nombre.

Este carácter representativo, tanto de los bienes, como de los gobernantes, implica consentir a que la satisfacción que pudiera obtenerse de ellos sea mediatizada por el aparato representativo de la sociedad y del estado. Aquí se engendra la ilusión de que, si el estado no estuviera, el goce de los bienes sería directo, sin intermediarios corruptos.

Hay que agregar que además de las representaciones que provienen del aparato institucional la otra fuente es el mercado donde la representación de los bienes asume la forma excluyente de la mercancía.

La organización nacional que reemplazó a la colonización española - aunque de inspiración laica y liberal - no tocó ese corazón de lo común, aunque sí cambió su orientación hacia el amor a la patria. Ese amor fue inculcado en los corazones de la población mediante un imaginario de héroes y sacrificios. El objetivo era fundamentar, mediante el amor a los símbolos, la renuncia a la satisfacción directa que requiere vivir en común.

Pero la renuncia no se hacía solo por amor, era más frecuente renunciar por miedo a la violencia concentrada en el estado, de la que sobran ejemplos en los doscientos años de organización nacional. Sin embargo el horizonte del amor sostuvo la esperanza, como último límite, en que al final de cualquier disparate iba a ser posible reencontrarse con las razones comunes. ¿Ingenuidad? Sí, pero también espanto de encontrarse con la soledad radical que conlleva la disolución del conjunto.

Esa amalgama de miedo y amor llevó a las elites intelectuales a impugnar ese núcleo emocional, para proponer su reemplazo por la idea sajona de contrato que no tiene ninguna referencia al amor. El prestigio del mercado como solución a todos los males proviene de aquí, ya que en el régimen del valor de cambio más duro, no hace falta querer a nadie y el único reconocimiento es el de los valores que se intercambian.

Tampoco los gobiernos peronistas tocaron ese núcleo emocional, por el contrario, la condición humilde y la debilidad fueron tomadas como fuente del orgullo donde sostener las reivindicaciones. Aquí el amor adquirió alturas similares a las de la tradición sagrada, lo que llevó a considerar a este modelo como populista, cuando no sacrílego, por pretender para una figura humana la devoción que despierta la divinidad. Pero lo importante no era eso sino que las reivindicaciones que impulsó este sistema, aunque estuvieran envueltas en el amor al líder, también eran representaciones del bien. La figura de Eva, profundamente enclavada en el corazón del pueblo, instaló el axioma que traduce que donde hay una necesidad hay un derecho. A ese axioma preciso le respondió Milei en el primer mensaje que dio apenas conocidos los resultados de su triunfo, para calificarlo de disparate.

Tampoco la izquierda cuestionó ese corazón emocional, pero cambió el amor a dios, o a la patria, por el amor a la clase proletaria y a los héroes de la revolución trunca. Un amor que hizo de la solidaridad el fundamento del lazo social. La diferencia fue que propuso amar lo que iba a ocurrir en el futuro, lo que le da la razón a Lacan cuando califica al marxismo de evangelio por el modo en que dirigía el amor de las masas al futuro de la redención.

Lo que quiero decir es que ese corazón emocional de lo común fue compartido por la mayoría de la población y de sus dirigentes. Incluso por los liberales más puros que aman lo común mientras se enmarque en el ideal estético europeo, al que llaman republicano, lo que explica que, aunque se declaren liberales, sostengan posturas profundamente conservadoras.

Y a pesar de que ese amor a lo común dio lugar a toda suerte de abusos y extorsiones, siguió estando ahí, como el último baluarte que sostenía la creencia en el conjunto social.

Cuando digo amor no hay que entender ninguna efusión romántica. El amor es un sentimiento que aspira a la unión pero que carece de forma, y sirvió para mantener en suspenso el lugar de cada uno en el conjunto. ¡Pero también para mantener la creencia en la existencia del conjunto!

Se podría decir que ese amor era tonto porque predisponía al engaño. Y es cierto, no en vano lo llamaron el opio de los pueblos. Pero el amor a la revolución, a los símbolos patrios, o a las elites culturales funciona de la misma manera. Tonto o no ese amor fue lo suficientemente consistente como para durar varios siglos y resistir no sólo los embates de las vanguardias emancipadoras del siglo XX sino a la deshumanización intrínseca al mercado, que no tiene ningún lugar para el amor.

Pero el amor que sostuvo al conjunto requería de fe para inventar algo bueno que justificara el vivir juntos. Y fe, también, para creer que en ese conjunto inventado uno podría encontrarse con otros que también quisieran lo mismo. Caída esa fe sólo queda agarrarse del odio para inventar al conjunto. Es la locura, es cierto, pero más aterrador es lo real de la soledad de no contar para nadie.

El problema de esta locura es que también hace comunidad, una comunidad de odio, pero comunidad al fin. Y, como toda comunidad, se arma alrededor de la expulsión de lo odiado, que aquí, no es otra cosa que ese amor tonto que predispone al engaño. Ese odio compensa la soledad con el orgullo de no necesitar de nadie. Es muy difícil saber qué hacer con esos sentimientos. Se me ocurre dejarnos morder un poco apostando a que se pueda hablar del olvido que subyace. Pero ven, ya es una solución cristiana.

Para finalizar repito que ese olvido le debe tanto a las mentiras del sistema representativo como a la absoluta deshumanización del mercado en su versión virtual, donde ya no hay nadie. Puede sonar ingenuo, pero a lo mejor todavía funciona y conviene dejarnos engañar un poco más por la fe en lo común, a ver si inventamos algo.

 

Comentarios

  1. Muy bueno José! Más allá de coincidir en mucho y de encontrar en tu reflexión nuevas aristas desde donde pensar, en lo personal, y en función de las coordenadas que me atrevo a conjugar desde mi oficio, interpreto que la Escuela (sobre todo la secundaria) es una de las instituciones que hace tiempo abandonó esa afrenta de constituirse como lugar de construcción de prácticas colectivas, afectivas, comunes. Tal vez sobrepasada por la complejidad que devino de su obligatoriedad, que antepuso las imposibilidades a la construcción de lazos, las precariedades a las posibilidades de creación, la individualidad a las experiencias compartidas..., entre otros, en estos nuevos contextos en la que lxs pibes/as están configurando sus subjetividades desde escenarios tan distintos a los que la modernidad configuró..., las funciones de la escuela, en donde el mundo adulto debe constituirse como "albergador" de las heridas sociales, pero también de sus ilusiones, no ha podido más que sostener esa práctica rígida y burocratizada de impartir conocimientos disciplinares tradicionales, como si esos saberes no hubieran mutado radicalmente, no sólo en términos de intereses sino de relación con el mundo. Una escuela que prepara para una vida que ya no es... Un/a docente que enseña a un/a sujeto que es otro/a... y un contexto que requiere que la escuela se asuma como un espacio de sociabilidad y de afectividad, para compartir experiencias de enseñanzas y de aprendizajes que reparen la fragmentación y ligue a lxs pibes con la vida...
    Macrismo, pandemia, medios de comunicación, redes sociales y formas de representación debilitadas, mediante... La franja de pibxs de entre 16 a 25/30 años quieren experimentar un hacer "distinto" que les represente algún simpático e inquietante desafío del que desconocen sus consecuencias.
    En esta contienda la Escuela no puede, no quiere, recuperar ese lugar político, además del pedagógico, para que estas generaciones se visualicen como artífices de ese mejor mundo que, si nadie les transmite su posibilidad, es considerablemente difícil que se lo puedan representar.
    A cambio, las redes sociales edificaron sentidos de inmediatez, de consumo, de sensibilidades efectistas y de individuación, que pulverizó la conciencia y la existencia de ese otro del que nos valíamos para asumir nuestra propia identidad.

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