ENTRAÑAS

ENTRAÑAS

El ejercicio de la crítica se ha ido diluyendo. Su práctica dependía de exponer la representación a la verdad. Pero ya no es necesario, ni siquiera moralmente exigible. Toda la cultura ha adoptado los modos del arte que, por principios, no exigen la denuncia de la representación. Por el contrario, como el arte exige el consentimiento a la representación, sólo dándolo es posible acceder a la satisfacción que ofrece. Por eso se habla hoy en día de post – verdad. La verdad, sustento de la crítica, exponía e interpretaba la brecha entre una experiencia y su representación. Pero hacerlo hoy sería tan tonto como levantarse a la mitad de una función de teatro quejándose de que aquello es una mentira. ¿Entonces? ¿Por qué no me relajo y disfruto de la función? Porque no lo dije todavía, pero, y aunque rayano en la tontera, este escrito es un nuevo intento de hacer crítica. Una crítica chiquita, por eso digo tontera, porque se trata de comentar una de esas experiencias que se ofrecen al turismo y de las que siempre aprendo algo (y donde no dejo de sorprenderme del inagotable candor del capitalismo) Pero como dije, es tan tonto como denunciar el carácter representativo de una obra de arte. El arte ofrecía experiencias extraordinarias, pero eso ahora lo hace el turismo, los medios de comunicación y los lugares masivos de compra. En todos ellos se ofrece esa experiencia. Entonces, quizás, aplicar aquí los viejos métodos de la crítica a esta tontera, tal vez nos divierta un rato, y nos ayude a mantener abierta la brecha entre representación y experiencia, brecha que en esos tres lugares se procura clausurar para siempre. La experiencia de la que quiero hablar hubiera tenido, en otros tiempos, todos los ingredientes para conmover el límite entre fantasía y realidad. Porque se trata de un descenso a las entrañas de la tierra. Y ya decirlo así tiene el estilo de la ficción “de verdad”, esa que procuraba agregar un elemento real que excitara la imaginación agregando credibilidad al evento. En el caso que comento, la palabra “entraña”, que une de un plumazo el interior de la tierra y el del cuerpo. Como uno y otro son inaccesibles a la experiencia común, la imaginación se despliega allí a sus anchas. Bueno, pero basta de introducciones: fui con mi familia a unas cuevas situadas debajo del volcán Villarrica.
El paisaje era soberbio. De frente, el lago del mismo nombre, azul, y azul las montañas que lo rodeaban, cubiertas de una masa vegetal tan espesa como explotada. Alrededor del lago la multitud de pueblos, pueblitos y ciudades que la conformación de esta tierra y el modo de vivir de su gente, han sembrado por todos los rincones. No hay recodo de ningún camino que no se anuncie con la entrada a un pueblito más o menos ignoto. Y ya podemos empezar el ejercicio, porque esa cualidad se nos antoja a nosotros, occidentales identificados a un centro donde todo puede ser conocido. Desde ese centro denso estos pueblos son entendidos como periferia en la que se va diluyendo la visibilidad hasta quedar ocultos. Y no hace falta vivir en una gran ciudad para que la experiencia se organice de esta manera. Cuando esa cualidad se transfiere a la propia persona surgen esos sentimientos de olvido y abandono que oigo a diario en uno de los pueblos donde vivo.
Pero imagino que podría haber en las gentes es estos pueblos, otro modo de experimentar las cosas, quizás una forma diferente de aquella geometría del espacio. Y es más, ahora mismo dudo si la palabra geometría no introduce ahí una categoría nuestra. Para nosotros el espacio es geométrico, con el geo en primer lugar y el métrico después. Por contraste, imagino (dije imagino) que estas gentes tienen una experiencia del espacio muy diferente; abierta, por ejemplo, y desprendida de esa pretensión de más allá que tanto nos caracteriza.
No habría que olvidar que esto es un pequeño ejercicio basado en las sospechosas especulaciones de un occidental disfrutando de su ocio, es decir, el tiempo no consagrado (¡consagrado!) a la producción. Un occidental de viaje, para colmo. Pero vayamos a la cueva. A nuestra espalda (recuerden que al frente teníamos el lago Villarrica), el volcán Villarrica. Tardamos tres días en verlo debido a las gruesas nubes que lo cubrían. Pero verlo fue sobrecogedor. Mientras íbamos hacia él hacíamos chistes nerviosos sobre la calma que precede a la tormenta. Pero no era calma, era estabilidad. La estabilidad que entrega el capital mientras la explotación funciona. En su influencia se vive un continuo presente, incluido el futuro que sólo es presente a la espera. Si reparan en los anuncios que ofrecen experiencias verán que el tiempo verbal está puesto en el imperativo que es una forma del presente. ¡Vive una experiencia extraordinaria!
A la una estábamos reunidos alrededor de la chica que haría de guía. Digo chica, porque – y como ya me ha pasado otras veces – se dirigía a nosotros como chicos y su pedagogía aniñada nos hacía recordar la escuela primaria. Flotaba un clima de excitación nerviosa que fue interrumpido por la salida de la cueva del contingente de las doce, a cuyas expresiones prestamos mucha atención. Al menos habían salido todos. Una señora venía tomada del brazo de su esposo y del guía mientras repetía “es mucho, es mucho”. Y aunque no sabíamos a qué se refería, lo atribuimos a la experiencia misma. A esa altura nuestra experiencia ya estaba configurada por la forma canónica de occidente: un suceso que se expande desde un centro, donde la experiencia es máxima, hacia un espacio circundante, cuyo tiempo se mide por la disminución de la intensidad. Es el modelo de la campana, cuyo sonido marca tanto el lugar de la experiencia como los aledaños. Este modelo vale tanto para un orgasmo como para una misa. Y también el adentro de esa experiencia y el afuera desde donde podemos apreciarla, mientras regulamos la distancia con ella. Hay quienes gozan de zambullirse y quienes la prefieren diluida. Ese modelo también es el de nuestras fantasías, crecidas a distancia, puesto que ese centro intenso es tan temido como deseado.
Pero volvamos a la cueva. Antes fuimos a un recinto circular, o más bien, octogonal, al que llamó Ruca, puesto que su inspiración provenía de la cultura Mapuche en cuyos íconos buscan su referencia la mayoría de las experiencias ofrecidas al turismo. Pero dentro de ese recinto la chica nos dio una sucinta y didáctica clase de vulcanología. No había allí ninguna sabiduría ancestral, y la que había era subsumida en el temor reverencial que nos despiertan los eventos que superan la escala humana. Oír hablar “del viaje de la India” desde su unión con África hasta su emplazamiento actual. O que nos anoticiáramos que nos acercamos a Europa a razón de cinco centímetros por año. Que llegáramos algún día nos confrontaba al hecho de que, ninguno de los presentes, estaría, valga la redundancia, presente. Pero también que allí se hablaba de un nosotros en el que nos incluíamos todos. Lo sagrado había sido reemplazado por la ciencia, que ahora velaba por nosotros monitoreando las entrañas. Y para demostrarlo, en un costado y a modo de tótem, se exhibía un viejo sismógrafo analógico, memoria de un anciano sabio cuya sabiduría había sido superada por las nuevas tecnologías. De todos modos la chica dijo que los registros del viejo sismógrafo no habían sido superados en exactitud. Su virtud analógica le permitía percibir temblores y espasmos imperceptibles para los otros (la virtud analógica se caracterizaba precisamente por una mediación directa y no las vulgares traducciones digitales que debemos tragarnos hoy en día).
Luego nos enfrentamos a la boca de la cueva. Todos teníamos un casco para no darnos la cabeza contra las salientes que la cubrían. El clima era oscuro y ferruginoso. La pared íntegra goteaba regularmente, y, de haber logrado un minuto de silencio, sólo uno, hubiéramos podido oír el multitudinario sonido de esas gotas contra el fondo del eco de la cueva. Pero el capitalismo no soporta el silencio. Siendo, como es, pura representación, el silencio equivale a la muerte. Nos hizo muchas advertencias sobre los riesgos. Era un balance difícil mantener el clima armonioso de la excursión y el imprescindible nerviosismo de la excitación. Y además, cuidar que nadie se rompiera la cabeza, o cayera de una plataforma. Por si alguno se lo preguntaba, se nos dijo que el monitoreo permitía suspender las excursiones al mínimo indicio de peligro. Sin embargo, el objeto del deseo era la amenaza, claro, y la presencia misma del volcán  encima de nosotros era la prueba. Porque, lo supimos allí, esa cueva alguna vez fue superficie, ya que el volcán crecía por sucesivas emisiones de lava. Lo que veíamos en las paredes eran las salpicaduras de roca fundida. Por todos lados había chorreaduras, flujos y burbujas detenidas en el momento de su enfriamiento. Allí, detenidas, como un fotograma detiene el curso de la película conservando la “frescura” del proceso. Viejo sueño de occidente, convertir las cosas en su imagen y luego, animar las fotos, agregarle sonido, tacto, gusto, olfato hasta conseguir un símil de la fantasía. ¿Se entendió? No de la realidad, de la fantasía. Por eso la función es mala aunque vayamos al centro de la tierra. Hemos renunciado hace mucho a la experiencia.
El trayecto duró una hora exacta, en la cual descendimos ciento cincuenta metros. Una cuadra y media que, en el barrio no es nada, pero por debajo del volcán cambia la perspectiva.
Por supuesto que era imposible no preguntarse por el demonio pero la respuesta se hizo esperar hasta el final de la cueva. Bueno, el final no porque continuaba más allá, pero nosotros no iríamos. La guía nos contó que unos exploradores franceses en la década del ochenta lo habían  intentado sin éxito, lo que atribuyó a no contar con la tecnología que hoy contamos. Luego nos invitó a apagar los celulares y a hacer silencio. Ella apagaría la luz que en el techo de la cueva alumbrada débilmente la escena. Un estremecimiento recorrió el contingente. El silencio parecía imposible salvo cuando se apagó la luz completamente. Dijo que así se debieron sentir los exploradores franceses, pero sonó raro. Ya Verne en su viaje al centro de la tierra llevaba linternas. Acto seguido nos recordó cual era el nombre originario del volcán. Villarrica era el que le habían puesto los “colonos” como le dicen aquí a los colonizadores. Se llamaba Ruca – Pillan, traducido como casa del diablo. Las risas nerviosas interrumpieron el silencio. Se prendieron todas las luces y fin de la función. No sé qué entendían por diablo los Mapuches, pero éste, el de la traducción, es el viejo diablo occidental, que tanto tienta como castiga a los que quieren acercarse al centro de la experiencia y que ahora, como siempre, trabaja para la empresa. Afuera la amenaza seguía intacta. 





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