VOLVIENDO A LA NORMALIDAD

“EL KIRCHNERISMO ES UN MAL QUE YA VA A PASAR”
Ceferino Pérez, dirigente peronista de Comodoro Rivadavia
Diario Crónica martes 9 de febrero de 2016

Cito esa frase, publicada en un diario local, porque me animó a escribir este artículo. ¿Cuál sería el mal que encarnó el Kirchnerismo? ¿Y si fuera un mal, como dice este hombre, estará pasando?
La frase fue pronunciada por Ceferino Pérez, un referente del Peronismo local, a quién conozco por sus didácticas entrevistas en los días previos a las elecciones. Cada vez que lo escucho me parece percibir, en su compuesta enunciación, cierta preocupación por la normalidad. Esa impresión y su frase, decidieron el nombre del artículo, porque me parece que tanto Ceferino, como un amplio margen de la sociedad, vio y aún ve en el Kirchnerismo una profunda anomalía de la que había que salir rápidamente para volver… a la normalidad.
Lo que llamamos política transcurre entre dos polos. Uno es donde se toman las decisiones concretas, políticas y administrativas, que nos afectan. Y el otro es el de la experiencia íntima de las personas afectadas por esas decisiones y las creencias que le dan forma a esa experiencia. En el medio, todos los escenarios, desde la plaza al despacho, donde se forcejea por la puja de intereses. Salvo cuando fracasa, la experiencia de la política no es evidente por sí misma, como podría suceder, por ejemplo, con la experiencia del dolor, donde un estímulo preciso despierta inequívocamente esa reacción (el sufrimiento, cuando cae en la órbita política se convierte en una representación estetizada). La clase de experiencias que se despiertan en el campo político son más ambiguas y llaman a la palabra. Se abre alrededor de ellas una conversación interminable y colectiva, fastidiosa y apasionada, pero siempre imprescindible, que transcurre en muchos ámbitos. Es en esa conversación colectiva (Milner, Por una política de los seres hablantes. Ed. Grama. 2013) donde se definen las creencias que dan forma al campo ambiguo de lo político, y también las palabras que disputan por poner nombre a sus bordes.
Esa conversación es capitalizada por los denominados medios de comunicación, quienes desarrollan multitud de formatos para acogerla: el programa político, el “magazine”, el editorial, la palabra del experto, la entrevista o el testimonio. Pero la forma más eficaz sigue siendo la televisiva y consiste en la fabricación de una escena paralela a la realidad, que parece reflejarla, mientras ofrece un símil con el cual identificarse. Un símil regido por los códigos de la ficción pero ofrecido en el lugar de la realidad. Podría utilizarse el ejemplo de la Señora “Legrand”, que fabrica el símil de una mesa familiar (lugar por excelencia donde decir la verdad) adonde cuentan sus cosas los tíos, sobrinos y amigos, que van de visita. Allí, en una conversación que parece espontánea, se definen los límites de lo normal. En el centro de esa mesa la figura de la conductora, ejemplo paradigmático de que el medio es el mensaje.
Aún en ese muy dudoso soporte es posible reconocer las corrientes y flujos del debate. Pero prescindiendo del uso habitual de la palabra corriente, como cuando decimos la corriente interna de un partido, sino, más bien como los flujos de sentimientos de adhesión y rechazo que constituyen verdaderamente la base de cualquier proceso de representación política. Y es en este plano que hay que preguntarse que fue, y que es, el Kirchnerismo.
En menor escala la conversación política también abreva en los artículos académicos o periodísticos que la toman como objeto de investigación. La idea del Kirchnerismo como una anomalía la encontré en un artículo de Eduardo Rinessi, (Notas para una caracterización del Kirchnerismo. Revista Debates y Combates. Noviembre de 2011)
En los años del Kirchnerismo, tanto propios como ajenos, llamaban relato al esfuerzo del gobierno y sus adeptos por imponer un modo de contar las cosas. Y ese modo trataba de imponerse a otro que ya estaba impuesto desde hacía tantos años que se tomaba por lo normal. Era más que una operación de la propaganda oficial, que la había y mucha. Lo que se disputaba eran las palabras y las creencias que conforman la experiencia de lo político. Y a tal punto que una vez conseguida la adhesión, cada una de esas personas se abocaba a reunir los hechos que confirmaban su posición. Como los “hechos” eran y son presentados por los medios de comunicación a título de realidad, la conversación política gira alrededor de esos tópicos (incluyendo entre los medios de comunicación a las redes sociales). Para darle “realidad” la conversación suele mecharse con experiencias personales (“esto a mí no me lo cuenta nadie porque lo viví yo… etc.”)
Todavía no hemos salidos de ahí. Podían y pueden oírse dos versiones antagónicas que a medida que se abren van generando adherentes y contrariados. Y hay que agregar a los que estiman en mucho la creencia en la independencia de su juicio y que a la postre resultaron los antagonistas más virulentos, precisamente, porque para mantener esa creencia debieron atacar la posición del Kirchnerismo y no la otra, de la que se diferenciaban “normalmente”.
Todo esto constituye la definición de la hegemonía, uno de cuyos pasos es definir al antagonista. El Kirchnerismo lo entendió tempranamente y emprendió una verdadera lucha contra los modos hegemónicos de contar las cosas. Pero el resultado fue dudoso. Por un lado engendró una reacción en contrario que continúa - y continuará – procurando imponer definitivamente el relato de que el Kirchnerismo fue el mal, para reponer la normalidad. Y por otro encausó la conversación colectiva a la repetición impotente de frases, hechos estereotipados, chicanas y calificativos que la llevaron a un callejón sin salida. Y ahí está Pérez en la primera plana del diario con más circulación de la ciudad, diciendo eso como si fuera un comentario de ocasión, emitido a título personal.
Diría que la primera anomalía que introdujo el Kirchnerismo fue resultado de esa puja. Y que para ello debió abocarse a la continua producción de hechos políticos por fuera de la agenda “normal”. Pero antes de seguir, podríamos decir, sucintamente, lo que entiendo por la agenda normal. En primer lugar consiste en presentar a la economía como un sistema de reglas inexorables, ajenas a los ciudadanos, que asisten a sus cambios como a fenómenos naturales. Como si la caída de la bolsa de Tokio y la explosión de un volcán fueran del mismo orden de fenómenos. Y para entenderlos se convoca a los economistas como a los vulcanólogos (y la pregunta del conductor que nos convierte en inversionistas: “¿vos, en que invertirías”?)
El segundo lugar en la construcción de lo normal, lo ocupan los delitos que encuadran dentro de la definición normal de “inseguridad”. Todos los noticieros tienen uno o más de estos capítulos en cada edición. Y por último le toca el turno a las decisiones políticas. Pero así como la economía es presentada como un fenómeno lejano con leyes inexorables, la política es presentada como un desacierto permanente. Y si hubiera algún acierto cumple la función de la excepción que confirma la regla. Ese trípode conforma la normalidad. Una normalidad resignada e impotente donde las “noticias” de la “realidad” llegan por los periodistas. A ese trípode se lo estabiliza con lo que se llama “nota de color” y que muestra un espacio exterior que contrasta con el sentimiento de impotencia y frustración que sostiene a esos tres. Ese papel exterior lo cumplen las noticias del símil mayor, al que llamamos farándula. Las noticias de esa población ficcional tratan siempre de goces excepcionales y cuando no, por ejemplo, en ocasión de un robo, sirven para subrayar la impotencia: “ni estos se salvan”, podría ser su medio/mensaje.
El Kirchnerismo accedió al poder bajo la hegemonía neo liberal que procura imponer a escala mundial una cultura regida por el mercado. “Libre” comercio, concentración del capital, fluidez financiera favorecida por la facilidad de las comunicaciones y la dispensa de garantías reales. Bajo su hegemonía se convirtieron casi todos los bienes al formato mercancía. Es decir, una delimitación estricta de un objeto o un servicio, que asegura su propiedad y lo entrega a la circulación en el mercado. En este panorama el estado no tiene mucho lugar. La utopía neo liberal supone que el mercado es capaz de arreglar todos los problemas, claro que previamente convertidos al formato mercancía. Una vez hecho esto se somete cualquier asunto al régimen de la oferta y la demanda y a la equivalencia precio/valor. En este panorama el estado es un obstáculo y se lo ha re definido para hacerlo funcional a la cultura de mercado. Sabemos que ese proceso produce graves crisis sociales. El Kirchnerismo asumió en la última de esas crisis, en un clima de absoluto descrédito de la política, y de la manifiesta incapacidad del mercado para resolver los problemas que no se adaptan a la rígida forma de la mercancía. Fundamentalmente de los miles que deja afuera por no poder pagar por ellas. Sin olvidar a algunas personas que suelen oponer  resistencias a convertirse en mercancías.
Para remontar esta crisis el Kirchnerismo adoptó un alto grado de iniciativa política, con el que procuraba sortear lo que funcionaba como el relato de la verdad sostenido en la impotencia. Y para hacerlo recurrió a aquellos asuntos  que no entraban en la agenda de “la normalidad”. Por ejemplo el enfrentamiento con algunas corporaciones patronales y especialmente las que concentran los medios de comunicación. Pero también los asuntos que la sociedad rehusaba, como la Ley de Matrimonio Igualitario. Con esa agenda el Kirchnerismo ganó iniciativa y obligó a sus rivales a considerar temas incómodos, pero sensibles a la cara progresista de la clase media.  
Así se asignó al Estado un papel cada vez más activo, con el que procuraba recuperar legitimidad e iniciativa. Pero al hacerlo contrarió la creencia central de la normalidad. Esa creencia sostiene que no es posible darle ningún crédito a un proceso conducido por políticos porque indefectiblemente conducen a la decepción. Hacerlo sería pecar de ingenuo. Esa creencia adjudica la causa del malestar a la política, y sostiene una creencia en un bienestar desconectado de las condiciones políticas. Recuerdo una respuesta que recibí cuando, en ocasión de una manifestación opositora, multitudinaria, pregunté: - ¿y ahora que quieren? – Solo queremos vivir bien, fue la respuesta.
Ahora bien el Kirchnerismo fue generando una creciente cantidad de adhesiones que contrariaron aquel postulado normal. Y periódicamente sumó nuevos adherentes como testimonio de que sí era posible un proceso político que generara cambios desde el gobierno y encontrara así el apoyo de sus representados. Ese proceso se aceleró durante un tiempo y pudieron verse verdaderos fenómenos de masas apoyando al gobierno (y desacreditados a izquierda y derecha por cómplices o imbéciles)
Ahora bien, ese proceso creciente generó una reacción en contrario al funcionar, en la práctica, como una demanda de adhesión. Especialmente para la clase media que se apoya en la impotencia desencantada para mantener sus ideales estéticos.
Se dio entonces un manifiesto rechazo al proceso Kirchnerista y a su propaganda. Los medios opositores alimentaron diariamente este fenómeno ofreciendo hechos de corrupción que sustentaban la definición del Kirchnerismo como el mal de Pérez. El Kirchnerismo, obligado a mantener la iniciativa política, no pudo con la corporación de lo normal. Y la verdad es que no fue difícil retornar a ella. Ahora ya estamos plenamente en lo normal.
¿Y el Kirchnerismo, está pasando, como dice Pérez? No lo sé, creo (dije que se trata de creencias, las mías y las de ellos), creo que algunas distinciones que se trazaron son irreversibles. La creencia en el papel posible del estado. La convicción (una forma fuerte de la creencia) de que el mercado no resuelve los problemas comunes. La seguridad de que las políticas de ajuste no son para mejorar el bien común sino para transferir masivamente recursos a los sectores concentrados del capital.
Y si bien, volvimos a la normalidad, ahora sabemos que es un modo de gobierno estético de la sociedad por parte del mercado de “contenidos comunicacionales”. Entonces se vuelve a esperar pasivamente que el noticiero traiga las malas noticas de siempre porque ya no se puede salir a la calle y los políticos son todos iguales. Por izquierda el “yo les dije” mientras esperamos la revolución. Y por derecha podemos mirar un rato a la tía, o al sobrino irreverente que por lo menos nos distraemos.



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