CLASE MEDIA
CLASE MEDIA
Escribí este artículo hace mucho y lo guardé pensando que su publicación podría irritar una convivencia hipersensible. Pero hoy, 26 de octubre de 2015, y dolido por la derrota, lo doy a conocer. Explica para mi los resultados de esta elección. Es entonces un escrito político.
Últimamente vivimos en un clima de debate
donde los más voluntariosos tratan de mantener la compostura para no
desencadenar una de esas discusiones en las que se puede arruinar un asado
familiar. Le decimos el regreso de la política. Hasta no hace mucho contábamos
con una especie de consenso general, puesto
en acción en esas conversaciones banales donde, luego de hablar del tiempo, se
hablaba de política. La conversación llegaba a buen puerto porque la culpa la
tenían los políticos y los conversantes terminaban tan inocentes como habían
empezado.
Se consideraba que los asuntos
públicos estaban en manos de ambiciosos e incapaces que nunca estaban a la
altura de su deber. Se dejaba a salvo uno o dos de ellos, por lo general
incomprendidos o maltratados, como Arturo Ilía o Raúl Alfonsín. Pero la norma
era la incapacidad y la ambición que explicaban que el país anduviera mal. Esta
creencia adquirió el carácter de una certeza inconmovible que explica todo. El
corolario es una profunda incredulidad sobre cualquier cosa que se gestione
desde la política aún si funciona bien. Para los llamados intelectuales
comprometidos, esto suele asumir las formas del pensamiento crítico.
Aquel consenso se asentaba en un mito,
uno que supone que los asuntos públicos deben
ser gobernados del modo más impersonal posible, liberados de cualquier interés
que pueda influirlos. Supone también que las leyes bien hechas, deben cumplir
la tarea de hacer impersonal el manejo de los asuntos públicos. Leyes y costumbres
guardadas por Instituciones, cuya estabilidad debe ser la garantía de un
gobierno también estable y guiado por una razón comprensible para todos; me
animaría a decir, una razón simple, de sentido común, tanto que quién no la
entienda debe ser un jodido.
Ese gobierno ideal, apoyado en instituciones
consolidadas y custodiado por leyes que reflejarían la razón del sentido común,
haría que el recambio democrático fuese solo una cuestión de estilo. ¿Se
reconoce el mito?
Quien escribe no comulga con las
dulzuras de este mito, aunque alguna vez si comulgó, y con las versiones a la izquierda
del mismo.
Ese ideal también supone que un
gobernante probo es el que deja de lado sus intereses y que, en un acto de
generosidad, renuncia a sus propios asuntos para ocuparse, desinteresadamente de
los asuntos comunes. Sin esperar nada a cambio ya que en todo caso, el
reconocimiento le vendrá después con la historia, aunque, por otra parte a esa
historia le suelen gustar los próceres que mueren pobres y olvidados.
De fondo se supone que un país bueno,
bien gobernado, debería convencer a todo el mundo de superar las divisiones y
una vez alcanzadas esas alturas, entonces si, podrían llamarse con orgullo,
argentinos. Mientras tanto subsiste una especie de escepticismo defensivo, en el
mejor de los casos, cuando no un franco rechazo: a mi no me cuenten, yo no formo
parte de este conjunto de… donde debe completarse con los adjetivos del
rechazo (negro, bolita, argento, pero también garca, finoli etc.)
Volviendo a las discusiones del comienzo,
suelo afirmar que estas son discusiones de lo que llamamos clase media. Claro
que entonces me sale al cruce la pregunta por lo que llamo clase media. (A
veces de un modo personalizado ¿Pero cómo, vos no “sos” de la clase media?,
pregunta que apela a esa vieja lealtad de clase, lealtad, a la que este escrito,
procura aportar a su esclarecimiento)
Diría que lo que define a la clase
media es el esfuerzo por reconocerse en ese ideal que describo al comienzo. Que
busca reflejarse en un espejo limpio donde mirarse y confunde esa aspiración
con la moral del buen ciudadano. Parte del supuesto de que su imagen es siempre
clara y protesta todo el tiempo cuando el reflejo es borroso. Quiere creer que
si hay opacidades son las de una sociedad que nunca está a su altura.
Este ideal estético - en el sentido
más profundo que pueda darse a este concepto - orienta todos sus desvelos, guía
sus preferencias y sus gustos, incluidos los políticos, y por eso, esta clase se
sostiene en una especie de decepción continua, cuando no de franco mal humor.
Ese ideal, voluble, inestable e
irrepresentable, suele guiar sus gustos democráticos y apoya a quién
parece encarnarlos, pero solo por un rato, hasta el momento mismo en que el representante
empieza a vérselas con intereses concretos. Hasta ahí el gusto medio lo
acompaña, pero luego se separa de él como de la peste y para subrayarlo le
dedica una critica implacable y resentida en la que vuelve a confirmar el mito
de origen.
Esta clase también cree que ideal está
ya instalado en los llamados “países serios” en cuyos modales estéticos, otra
vez, busca reflejarse. Se idealiza así una democracia con instituciones
limpias, sin gritos chillones, ni groserías. Nada que altere la calma de ese
reflejo blanco, bien educado y obediente que quiere aparecer ante los otros
limpio de todo goce. Aunque las “instituciones republicanas” tengan en los
armarios de sus despachos varias fortunas mal habidas, tierras robadas a sangre
y fuego y muertos por miles. Todo eso hay que confiarlo a los historiadores objetivos, pluralistas y con método. El ideal
se resguarda a como sea, incluso ante la evidencia de que, varias de esas leyes,
a las que deberían someterse los gobiernos, custodien las prebendas de las
corporaciones más ancianas de la nación, impuestas por la fuerza como partes
del bien común.
Eso cuando se trata de la
consideración de la gestión colectiva, pero ocurre algo parecido cuando se
trata de la posición personal de cada quién. Se aprecia entonces la reticencia
a pronunciarse sobre cualquier asunto común no desde la opinión, que no implica
compromiso alguno, sino desde ese convencimiento intimo que parte de ponerse -
imaginariamente - en el lugar de quién decide sobre los asuntos comunes. De modo
tal que, cuando las consecuencias de esa decisión nos alcancen se pueda
compartir - imaginariamente - la parte de responsabilidad que nos toca.
Lo que se suele llamar compromiso es
esa posición subjetiva en la cual compartimos las premisas de una decisión
haciendo mas o menos expresa la manifestación de esa adhesión. Sólo así pueden
tomar cuerpo los consensos colectivos que dan el sostén posible a la democracia
representativa.
Pues bien, quienes encuentran su lugar
en el ideal aludido al comienzo no pueden expresar este compromiso, a no ser
como opinión, que ya lo dije, es el régimen de verdad que menos exigencias
tiene en cuando a la verificación de sus asertos. Tanto es así, que se puede
opinar una cosa en el supermercado y otra muy distinta en el estudio del
contador. La razón por la que no pueden hacerlo, es porque ese ideal - blanco -
es irrepresentable y en consecuencia, nunca hizo su propia historia. Tenerla
implicaría aceptar la idea rechazada, que ese ideal es imposible, porque apenas
se pone en marcha, la historia de las decisiones tomadas va empañando su
claridad y trazando las distinciones que hacen a la esencia de lo político.
Se puede hacer la historia de las
consecuencias de ese ideal, claro que se puede. Pero haríamos la historia de lo que se llamó la
despolitización. Por ejemplo, la historia de las migraciones de aquellos que
creyeron que ese ideal podría encontrase - intacto - en alguno de los países
centrales.
Sostenerse en ese ideal implica
salirse continuamente de la historia, declarándola insuficiente, torcida,
corrompida o arruinada para siempre. Mito caro a esta clase que suele consumir
relatos mas o menos apocalípticos que giran alrededor del país de las
oportunidades perdidas. Nunca se hace la pregunta que la misma historia haría
evidente: ¡¿Cómo es que nunca hubo una decisión política que los complaciera al
punto de considerarla propia?! La respuesta muestra el esfuerzo de irrealidad
con el que se procura evitar que rompa el ideal del espejo puro donde mirarse.
Y la clase media no puede prescindir
de este ideal porque ese espejo encubre esos pequeños goces cotidianos, goces que
sostienen con sus salarios o sus comercios y que les han permitido reunir dinero
suficiente para pagarlos, aunque esa condición se rodee de precauciones y
justificaciones, especialmente las que se apoyan en ese culo - mítico también -
que se rompe trabajando. Un analista novato vería allí alguna forma de rechazo
de la culpa, pero desarrollar este tópico nos llevaría a otro artículo.
Entonces diría que la clase media es aquel
segmento de la población que ha conseguido cierto buen pasar, aunque esto no es
lo determinante, y que también adquirió una educación o unos modos de
comportarse que quiere conservar, pero esto tampoco es lo determinante. Ni
siquiera su afán por identificarse al ideal que mencionaba al comienzo es lo
determinante. Lo que si creo que marca la condición de clase, es ese fondo de
miedo a perder las posiciones alcanzadas, y diría también, el fantasma de que fueran
mal habidas. Un fantasma en donde los bienes alcanzados fueran solo una impostura
que quedaría al descubierto si manifiestan sus ambiciones y sus goces. Diría
entonces, que en el fondo del imaginario de esta clase, hay una fantasía de que
los goces se gozan, valga la redundancia, “naturalmente”, como gozan los que
son “de verdad” pertenecientes a una clase consolidada. Entonces hay que
mostrar sólo lo que da cuenta de la pertenencia a la clase y esos emblemas se
consiguen hoy en el mercado. Lo demás hay que ocultarlo, ni vicios, ni pecados,
ni egoísmos, ni ambición, todo ello dejaría al descubierto ese fondo de goce
del que no se quiere saber nada. De ahí el espejo blanco de un país ordenado,
donde cada cual goza con educación y sin alardes. Y cualquier movimiento que
procure tocar el reparto de los goces sea la amenaza mayor.
Pero también habría que ocuparse de
ese otro sector de la clase media que ha visto con buenos ojos - aunque con
temor - revisar el reparto de los bienes y que incluso ha dado un paso más allá
del rígido refugio de los ideales, asomándose a un campo en el que se siente un
poco al descubierto. También hay miedo, pero de pecar de crédulos y de que su
apoyo sea defraudado nuevamente.
Y también, pero en otra oportunidad, habría
que referirse al hermano menor de ese ideal blanco: un “ideal amarillo”,
chillón y ambicioso que no quiere otra cosa que resarcirse de lo que cree que le han
arrebatado. ¡Y este sí que es un ideal democrático que borra todas las
diferencias entre clases!
muy buen artículo de José Luis Tuñón!!
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