EL SERMÓN DE LA BALLENA



EL SERMÓN DE LA BALLENA

El ventanal del hotel se abre todo a lo ancho a un mar verdoso y agitado. Por esta época las ballenas dejan asomar sus morros calcáreos mientras resoplan los tubos de su inefable anatomía.
Estamos en uno de esos lugares que la industria del turismo denomina santuarios, para luego profanarlos de modo intensivo mientras dura la temporada. A esos lugares vamos al encuentro con una naturaleza que imaginamos… natural.
Pero es un buen lugar. No sólo porque la naturaleza conserva aún algunas de sus propiedades, sino porque el capitalismo deja ver aquí su candor. Esa rara inocencia que resulta de mostrar la ambición sin pudores ni tapujos. Eso, y también el proceso “natural” por el cual todas las cosas van convirtiéndose en mercancías a medida que crece su influencia.
Éramos unas cuarenta personas reunidas bajo la falsa proa de una oficina con forma de barco. Allí hacíamos los arreglos previos del paseo que nos conduciría al avistaje de ballenas, como se le llama por aquí.
Las instrucciones eran claras y precisas, sin perder ese tono “personalizado” que nos convertía a todos en “chicos” (disculpen el abuso de comillas, pero no encuentro otro modo de hacer extraño lo que parece claro y sin vueltas, como sucede con las cosas cuando están integradas al mercado). Nos dieron un chaleco salvavidas que fue cuidadosamente ajustado en la espalda de cada quién sin despertar miedo. No había lugar para mitos de ballenas devoradoras ni profetas en sus vientres. Los guías concentraban naturalmente la experiencia de miles de viajes como éste, lo cual reduce todas las situaciones posibles a unas pocas muy típicas. Eso les da ese encanto de personas comprensivas que saben anticiparse a cada una de nuestras torpezas. Ni que decir que por ese camino nos entregamos más todavía al dulce sentimiento de sentirnos niños a punto de descubrir un universo excitante.
Cuando todos hubimos tenido puestos los chalecos, uno de los integrantes del equipo se adelantó, muy resuelto, y desde una tarima elevada se dirigió a nosotros:
¡Chicos! ¡chicos! Yo se que se han preparado para este momento y han viajado miles de kilómetros para encontrarse con las ballenas. Para nosotros es un honor hacer de mediadores de ese encuentro y les estamos agradecidos. Pero recuerden que las ballenas también viajaron miles de kilómetros para consentir a este encuentro y hay que estar a la altura de  ese esfuerzo. Las expectativas que ustedes trajeron no necesariamente se van a cumplir en esta salida. Las ballenas no hacen las piruetas y los saltos ornamentales que ven por Internet. El que quiera ver colitas y saltos acrobáticos  sólo tiene que cruzarse hasta el ciber que está ahí enfrente.
Me gustó ver aparecer ese llamado a la resignación en esas circunstancias. Es que allí estábamos en el reino mismo de la naturaleza original y no de las endulzadas copias que se ofrecen en su lugar a ese consumidor que no quiere demoras. Que admite la copia porque le interesa llegar pronto al hueso del asunto. Y sabe que, aún llegando, sólo obtendrá algunas imágenes que se irán diluyendo con el paso del tiempo. Al final sólo quedará un relato y alguna foto. Eso también forma parte de la piedad del capitalismo que ofrece, desde el comienzo, un puñado de imágenes en lugar de la experiencia. Pero aquí nos llamaban a desandar esa inveterada costumbre.
El que así nos hablaba dejó crecer el entusiasmo y su alocución tomó entonces un sesgo claramente moral. Un verdadero sermón que se dirigía directamente a ese consumidor que mencionaba hace un instante. Ese que ha consentido a las sucesivas reducciones que extraen de cada cosa lo que despierta el ansia de gozarlas. Y luego darle la forma conveniente para su conversión en productos. Las reducciones pueden seguir haciéndose sobre las que ya se hicieron mientras el asunto lo permita. Si quieren tener un ejemplo conocido pueden tomar la naturaleza de sus propias ansias carnales. Pueden pensar en una primera reducción que extrae de ellas los datos que promueven la excitación mediante insinuaciones y encantos. No es difícil encontrar en el mercado productos que las imitan hasta la perfección. Esas condiciones pueden seguir reduciéndose de modo cada vez más específico: ropa adecuada, un perfume para cada ocasión, y terminar en diez recomendaciones sin falla para que su mujer goce como una diosa mientras usted la filma. Porque esta forma de gozar consiste básicamente en ver como se goza. Ese es el modo en que la experiencia de cada uno toma la forma de la mercancía. De otro modo no puede asegurarse la satisfacción. Fue justamente ahí adonde nuestro guía dirigió su sermón.
           
¡Ustedes han venido aquí a encontrarse con esos seres de la naturaleza y sería una pena que desperdiciaran esta oportunidad – única -  en tomar fotos o videos de ese momento. Lo importante sería que se conecten primero con el corazón y la experiencia para que este viaje, que empezó en puntos tan distantes se concrete en lo más profundo de ustedes. Dejen las fotos para después. Hace milenios que estos seres vienen aquí a cumplir con los pasos necesarios para su vida sin necesidad de fotos (podía haber dicho que para “la vida natural” tampoco hace falta ver ballenas, pero el candor - que no es mala fe - lo impide) Sólo les pedimos que se dejen conducir. Sólo sientan, nosotros, que sabemos cómo conducirlos, les pedimos que se dejen llevar. (Este es el costado perverso del capitalismo, pero eso quedará para otro artículo)

Acto seguido y en una especie de procesión animosa fuimos accediendo a la playa donde nos esperaba la embarcación. En su proa tenía una abertura que a modo de una gran boca, podría haber evocado a Jonás y al vientre de la ballena que habitó. Pero los guías tenían un saber que no dejaba lugar a imaginerías, mediante manifestaciones de confianza y apelaciones a dejarse conducir. Cuando alguien se apartaba de la invisible marca por donde debía circularse, el apelativo de chico se cambiaba al más serio de señor o señora. Los movimientos espontáneos más comunes eran bloqueados antes de que aparezcan. La nave fue dividida en cuatro cuadrantes horarios para que la aparición de las ballenas fuera señalada con una referencia a su posición en el cuadrante.
El viaje transcurrió sin sobresaltos desde el comienzo hasta el fin. El equipo tenía claramente asignadas las funciones y el saber necesario. El “capi” conducía y nos avisaba por donde haría su aparición el monstruo marino. El “profe” explicaba lo ocurrido desde la perspectiva de la ciencia y entonces nos enteramos de cuanto pesan, cuando duermen, donde copulan y donde comen. No me perdí detalle. Esa descripción iba mucho más allá de las ballenas y proyectaba en ellas el sueño de un organismo que sabe dónde encontrar la satisfacción. El mito de una experiencia “natural”, que será el último que sobreviva de occidente.
Si bien se veían ballenas a cierta distancia, todos esperábamos el encuentro, lo cual hacía crecer la expectativa en el pasaje. En algún momento el capi avisó la posición en la que se veía una madre con su cachorro y vería si se trataba de animales sociables (para con nosotros claro) Tardamos en distinguir entre la espuma verdosa una sombra creciente que fue tomando forma a medida que se acercaba. Y entonces, la ballena asomó su morro calloso mientras resoplaba un “beso de ballena”. Todos nos entregamos a un coro de vocales que los guías ironizaron diciendo: “empezamos con la a…” anunciando una experiencia repetida y garantizada. Y así fue, vimos ballenas solitarias, jóvenes probablemente en amores, machos importunando a unas hembras que los alejaban con movimientos espumosos y cachorros tiernos que requieren protección. Las ballenas parecen conservar la maravilla de unos mamíferos viviendo en un lugar extraño. Y proyectamos sobre ellas las extravagancias de hacer todo eso en el agua.
Pero esta extensa crónica no tendría sentido si no revelara algo más que las alternativas de un grato e interesante paseo. Y creo que es esa proyección de un espíritu natural lo que puede darnos lo que busco. Ya comenté que era el “profe” el encargado de llevar el relato que nos permitía interpretar ese mundo. Y la interpretación es lo importante, porque sabemos que no puede hacerse sin unos presupuestos previos que diluyen la ilusión de una captación directa de las cosas. Ya me llamó la atención cuando se refirió al cachorro y dijo que estos recién estaban interpretando la existencia de un mundo más allá de la madre. Me maravilló, es lo que ocurre con cualquier cachorro humano, pero claro, los cachorros humanos reparan en ese más allá, cuando perciben los signos que lo organizan, y fundamentalmente el sistema de palabras que lo interpretan. Podría decirse que en el mundo de las ballenas también hay signos. Y de hecho todos los movimientos espumosos que veíamos, los golpes de las colas, los movimientos de las aletas y los saltos, eran interpretados como comunicación. Y juraría que el candor capitalista tiene sus reales en esa proyección. Que lo insoportable del mundo de las ballenas, aún para el avezado equipo que nos condujo a su encuentro, es concebirlo sin intenciones. Esas intenciones que nosotros proyectamos en cualquier cosa que se nos ponga delante (somos capaces de suponerle intenciones a nuestra computadora, por ejemplo) y que hacen humano el mundo. Y si es humano podemos presuponer una experiencia común, imprescindible para que el capitalismo conserve su inocencia. ¡¿Qué sería de él si todos no quisiésemos algo?! Lo insoportable es un mundo que simplemente “sea” sin quererlo. Un organismo sin voluntad ni experiencia. Sería más fácil imaginarlo si éstos animales no fueran mamíferos. Es difícil proyectar intenciones en una merluza, por ejemplo. No en un tiburón que siempre quiere atacarnos y cuando no parece quererlo se torna más inquietante todavía. Está bien que de todo eso no tendríamos noticias si nuestro arte, especialmente el cine, no lo representara para nosotros.
Me hubiera bajado del barco sin haber encontrado las fisuras de ese mundo natural “interpretado” para nosotros, cuando el profe adelantó la pregunta más inocente de todas, la que seguramente le deben haber hecho mil veces, pero que en nuestro grupo no surgió “¿Y cómo duermen?”  Claro, las pesadillas de occidente se generan en ese otro mundo, donde la representación se suspende porque estamos dormidos. Y como existe sólo lo que nos representamos, si la representación se suspende, no existimos. Las pesadillas más típicas se originan en esto (¿Quién no se despertó angustiado soñando que se caía?) Pero aquí hay un nivel que es más profundo todavía. Porque soñamos tranquilos sabiendo que nuestro organismo respira por nosotros. No hay intención de respirar, a Dios gracias. Las personas a quienes les resulta intolerable concebir su ausencia suelen reparar en este detalle y se despiertan en ahogos a medianoche. Pero eso está muy bien si uno respira al aire libre, pero si vive en el agua, quedarse dormido puede ser un problema. El profe reveló el misterio rápidamente antes de que alguien sufriera un ataque de pánico. Las ballenas no tienen respiración automática nos dijo, respiran a voluntad y entonces duermen de a ratitos. Suben, duermen unos minutos y vuelven a sumergirse. (¡cómo para no agitar la cola entonces!) Claro que el asunto es esa voluntad de respirar, cuando en ella proyectamos – nuestra - voluntad. La voluntad de querer. La que nos sostiene como tesón, la que nos llena de orgullo cuando cumplimos las metas que queríamos. Pero estos bichos no tienen algo parecido a esa voluntad. Estos bichos no quieren respirar, simplemente respiran cuando están despiertos y, cuando no lo están, no respiran. No hay en ellas nada parecido a la experiencia del ahogo porque no hay en ellas nada parecido a querer ser. Simplemente son, gracias a Dios y por eso nunca  serán capitalistas.




Comentarios

  1. José Luis: una amiga me advirtió acerca de esta nota, este relato…lo disfruté muchísimo, como cada vez que te leo…por la estética y la ética que lo animan…muchas gracias!

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