“ARENA FINITA” DE
DANIELA MASTANDREA EN EL CENTRO CULTURAL RADA TILLY
Así se llama la
muestra que, desde este martes 11 de febrero, está abierta al público en el
Centro Cultural Rada Tilly. Dos buenas noticias: la primera es que el Centro
Cultural Rada Tilly, a poco de ser inaugurado, ya tiene una agenda en marcha,
¡y como marcha!, tanto que el riesgo ahora es que la rutina que se desprende de
toda agenda que funciona, despierte ese humor ciudadano, mezcla de fastidio por
el viento y molestia por tener que vestirse, que empuja a las personas a quedarse
en el quincho mirando por Internet lo que se pierden. Ojalá que no.
La otra buena
noticia es que este Centro es ya un lugar atractivo para los artistas de la
región. Daniela Mastandrea vive en Puerto Madryn, pero tiene vínculos con nuestras dos ciudades. Conocemos
su obra de mucho antes y también su labor como una de las más activas promotoras
del arte en la Patagonia. Y a Daniela le pareció un buen lugar exponer en Rada
Tilly y a las autoridades de cultura, recibirla como se merece.
La muestra tiene
varios aciertos. El primero fue señalado varias veces en el curso de la
inauguración: la coincidencia entre la obra y la sala que la aloja. La monocromía
de la arena, los blancos del papel y las paredes, las maderas, todo ello formando
un conjunto evolvente de gran calidez. Es probable que sean direcciones
estéticas dominantes en el diseño contemporáneo y que Daniela sea sensible a
ellas. Y de algún modo haya coincidido allí con el arquitecto. En lo que seguramente
no ha coincidido con él, es en las fastidiosas e inadecuadas cámaras de
inspección de cables que este dispuso, en un buen número y a la altura de la
mirada del espectador, por toda la sala. Hubo que hacer malabarismos para
ocultarlas y que no impusieran su vulgaridad a las obras expuestas. Lo mismo
podría decirse de la caja de luces o el matafuego. Pero son anécdotas nada más.
Lo importante es el conjunto de la obra, que si bien está realzada por los atributos
de la sala, esta no le agrega mucho al desarrollo de la misma.
¿Y por donde va
la obra de Daniela Mastandrea? El proceso se desarrolla alrededor de una
especie de leitmotiv: arena que se expande sobre libros, papeles, textos y
letras, cubriéndolo todo con una pátina áspera y monocroma, cuya seducción
encubre lo terrible de la operación que sugiere.
Pese a que puede verificarse aquí el papel central de un color y de una materia, no se trata de pintura sino de grabado, género al que le ha resultado “natural” expandirse por la poesía, la gráfica y el libro. Y es un recurso propio de este género el dejar espacio en blanco alrededor del tema, es ese blanco que continúa al del papel con el de la pared, que se concreta el beneficio del encuentro entre la sala y la obra.
Pero hay algo
engañoso en ese diseño cuidado. Se trata del efecto de belleza que emana de la
austeridad de recursos y de la inclinación estética del conjunto. Yo mismo salí
del engaño cuando, colaborando con el montaje, tomé un grupo de esos libros
cubiertos de arena y me resultaron tan ásperos
al tacto, que me hicieron caer en la cuenta de que, ninguno de esos libros
volvería a ser abierto, por lo cual su contenido quedaría excluido de la
lectura, o mejor: sometido ahora a la lectura que le imprime la materia. Ese efecto
engañosamente estético vela lo potente de esta obra: la lucha mítica entre la
materia y la cultura que ha intentado someterla. Y digo mítica porque ello parte de presuponerle una subjetividad a
esa materia, y desde ahí, atribuirle intenciones, que no pueden ser sino las de un
dios que, fastidiado con las nuestras, volviera por lo suyo a recordarnos que
antes estaba él.
La obra registra
las diversas variantes de este procedimiento: el texto que se impone y somete a
la arena a su voluntad de lectura. La arena que cubre y borra lo escrito,
convirtiéndose a su vez en soporte de nuevas escrituras, la letra hecha texto
de arena que deja ver lo que hay debajo.
Daniela parece
haber conocido este proceso desde muy niña, como lo hace saber en un texto autobiográfico que acompaña a la
muestra y donde cuenta su relación con la arena. Y para un niño que empieza a
entender el mundo, lo que se borra y lo que queda disponible para una nueva escritura no puede pasar inadvertido.
Puede ver ahí un anticipo de los complejos símbolos con los que tendrá que
vérselas más adelante.
Este es también
un tema patagónico por excelencia. Y en ese sentido la obra de Daniela
Mastandrea muestra aquello que decía Borges de que, en el Corán, no hay
camellos. No hace falta la obviedad de los íconos para dejar ver las marcas de
la identidad que imprimen un paisaje o una cultura. En nuestra región el paso
del tiempo ha modelado su suelo. Y un tiempo cuya escala supera ampliamente la
reducida temporalidad humana. Esta evidencia de nuestra pequeñez suele
estimular ficciones heroicas y resistentes, sin embargo en la obra de Daniela
no hay tal cosa. Más bien una especie de registro piadoso de las alternativas
de esa lucha que adopta la forma del palimpsesto. Cumple así con una misión que
podría llamarse clásica: la que daba a la belleza la función de velar el
horror.
También acompaña
a la muestra un texto de Juan Carlos Romero, un referente en las artes visuales
de nuestro país, que ha explorado largamente la extensión del grabado,
extensión que también reconoce en la obra de Daniela. Y Juan Carlos Romero
menciona la palabra mímesis, que me pareció un hallazgo merecedor de alguna
extensión. Porque si hay algún lugar en donde esa palabra tenga aplicación, es
en el modo en que Daniela se identifica a la arena en su proceder, y de algún
modo “imita” sus técnicas y las intenciones que le atribuye. Intenciones que,
de nuevo, no pueden ser de otra clase que míticas. No sería difícil completar
el mito que subyace a esa mímesis, y si la arena fuera una divinidad,
probablemente fuera una diosa, que, en
su pasión por la forma, le costara distinguir entre crear y borrar y esa fuera
su tragedia. En un mundo plagado de artes efímeras me parece la mejor manera de
sostener una obra.
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