FATS



 
FATS

Se me hace difícil escribir esta crónica; no puedo poner una distancia con los hechos que  procuro contar. Me envuelve una nostalgia que, si me dejo llevar por ella, me hace creer que todos los cambios que trajo este siglo son daños irreversibles. Entonces me digo a mí mismo que hay que asimilar el cambio y dejar ese siglo atrás. Porque es la condición para seguir participando, como nos dicen. Pero no me gusta y añoro.
Es sábado fui a oír a un músico notable, uno de esos músicos que ya no quedan, ¡bah! eso me lleva a creer la nostalgia. Se lo veía cansado y sus fuerzas no lo acompañaban como él hubiera querido. Tocó un puñado de canciones de las que no tienen tiempo, podría decir clásicas si la palabra tuviera algún sentido hoy en día. Pero lo clásico se define por oposición a lo que aún no ha dado pruebas suficientes de vigencia, y creo que ya no hay donde dar esas pruebas. Pero también debe ser un efecto de la nostalgia. La vigencia si era una aspiración del siglo que procuro abandonar: una obra que dialogara con el futuro, capaz de trasmitir su legado a los que vinieran. ¡Miren cuantos arcaísmos!, obra, aspiración, futuro. Todas pertenecen a un orden extinguido: el orden de la promesa, del anhelo, y también de las muertos que se llevó puestos el deseo mortal que animaba a ese siglo.
Fats Fernández, que de él se trata, es un músico del siglo XX y él lo sabe y por ello puede invocar con autoridad a Cole Porter, Mores o Piazzolla, está entre ellos. Claro que es un músico contemporáneo, pero su modo de tocar, su modo de hacernos compartir lo que sabe tocar no es de este siglo. Este siglo se preocupa por la presentación, por el diseño, el producto acabado, y Fats confía el suyo a otra cosa para la que no importa tanto como se presenta.
Tocó lo suficiente como para mostrar el prodigio de que cada nota estaba encarnada en su cuerpo. No era posible entrever en su fraseo algo que nos hiciera acordar a alguna técnica de tal o cual escuela, no, los maestros que tuvo, si los tuvo, ya están incorporados a su cuerpo, su gran cuerpo. Las notas salían de él naturalmente, a pesar del esfuerzo físico que su instrumento le exige. Y podían intuirse todas las otras notas que hubiera tocado después, las que tocó en otros tiempos, las que quedaron impresas en sus discos. Todas reverberaban en los largos silencios en los que cerraba los ojos y se iba hasta que una nota del piano o un compás lo traía de vuelta. Daba igual que tocara o canturreara, la afinación era perfecta y las notas le brotaban de un lugar inexplicable, como él mismo lo dijo. Estaban ahí, como un milagro o como la revelación de la que hablaba Borges. A veces me hacía acordar a Troilo, que también parecía dormirse hasta que el bandoneón, que ya era su cuerpo, exhalaba el aliento en las ranuras.
La nostalgia me dice que ya no hay más de estos artistas. Hace poco se murió Falú y un poco antes, Ferrari.Y seguro que es esa nostalgia la que me impone el sentimiento de que lo bueno ya pasó y el presente es una mala copia. Sé que no es cierto pero debo hacer esfuerzos para no creerlo. Por otra parte, a Fats lo acompañaba Pablo Raposo, un magnífico pianista que canturreaba también cada nota, y su cuerpo se retorcía en las escalas. Y Romina Fuch, de educadísima voz, que nos traía al presente una tradición muy lejana a la de su generación. En ambos estaba clara la admiración por este hombre.
- ¿Y entonces?
No sé, me parece que con ellos se va una forma de hacer arte que solo algunos eran capaces de hacer. Pero no sabría decir qué condiciones lo permitían. Cuando esta gente cuenta como se encontró con el arte, habla de una especie de iluminación, un descubrimiento de una obra o un artista que despertó en ellos una fuerza que se les fue imponiendo y que modificó profundamente su vida.
Por eso a estos artistas se los trataba como elegidos, por lo que eran capaces de hacer y por el precio que pagaban por hacerlo. También esa condición daba lugar a toda suerte de mistificaciones, merecidas claro, pero que de algún modo alimentaban la mentira del siglo que añoro.
Estos artistas entraban en una relación particular con su arte, una relación en la cual, las formas se encarnaban en su cuerpo. Toda la formación, haya sido apoyada en un maestro o surgiera de la fuerza que los animaba, iba en el mismo sentido: hacer entrar en ellos la historia viva de ese oficio, la de los otros cuerpos que los precedieron. Y los llevaban con ellos, dialogaban con ellos como si estuvieran presentes. ¡¿Qué exagero dicen?! No, no exagero, tampoco quiero hacer del artista un héroe, no, todas las culturas entregan algún cuerpo para hacer vivir a los antiguos, los antepasados, los dioses, llámenle como quieran. No exagero, Fats lleva consigo a Clifford Brown, y a Amstrong, ¿si no, que era ese alarde del final, donde quiso obligar a su cuerpo a entregar la nota sobreaguda? ¿No trajo a la sala las primeras notas del West End Blues? ¿O el solo final de Ray Nance rematando alguna maratónica pieza de Elington?
Tal vez sea solo nostalgia, es cierto, nostalgia de mis propios mayores, y así como Romina recrea una tradición que no es la suya, a mi esa tradición me llevó al encuentro con Fats como cuando iba a escuchar música a lo de mi tío Soto.
¿Pero qué es, una forma de animismo o algo así?
No, ningún animismo, nada muy diferente al modo en que cada uno de nosotros se hace en la cultura en la que vive. No es un misterio, la cultura está hecha de formas, formas de ver las cosas, de entenderlas, de nombrarlas, pero formas. Y esas formas son tomadas de los cuerpos que encarnan en esa cultura. ¡Vamos! ¿No me van a decir que les sorprende lo que afirmo? Prendan la televisión y van a ver la tropa de cuerpos modelados por los apetitos mirones de la cultura que vivimos.
No es animismo, es - o era - una manera de ligar los símbolos al cuerpo. Porque sin símbolos no es posible ninguna cultura, aún si concibiéramos una hecha de pura acción, de gestos, de arrebatos, a la corta o a la larga esos mismos gestos terminarían engendrando alguna forma simbólica. Y no hay símbolo eficaz sin un cuerpo que lo sostenga. Piensen ahora en el símbolo mayor de la religión central de nuestra cultura: la encarnación. ¿No es de lo que hablo?
Pero los símbolos y el cuerpo están en dimensiones muy diferentes, inconmensurables diría. Sin símbolos no hay modo de orientarse y sin el cuerpo que porte los signos, bueno, es un poco fuerte, pero sin cuerpo no hay vida.
- ¿Entonces?
Entonces que esta gente era capaz de forzar su cuerpo hasta que se manifestaran en él los símbolos del arte del que se apropiaban. En Fats los solos, las sonoridades del bronce, la respiración, las notas morosas del blues, los acentos y los silencios. Eso que él nombró como inexplicable ¿se acuerdan? Se enojó con alguien a un costado del escenario. Fats le gritó: - “¡Che! ¡Nena!” (que no era el tradicional “¡oh baby!”).  Y ahí dijo la frase que motivó este largo artículo: “como explicar lo inexplicable”. Los que fueron no me dejarán mentir. Eso inexplicable es el modo en que Fats forzó a su cuerpo a tomar en sí los símbolos de la tradición musical que ama. Y que yo también amo. Él lo hace por mí: recrea en cada encuentro un siglo de música, la lleva con él, juega con las canciones, las hace sonar de una manera o de otra. Seguramente Amstrong hacía lo mismo, con el mérito además de haber inventado varios de esos símbolos, los hizo surgir de la oscuridad de su cuerpo, la oscuridad que vuelve luminoso al sufrimiento.
A Fats no le alcanzó, su sufrimiento estaba presente, y yo estoy agradecido de que haya traído su música encarnada y nos hiciera ver el lugar extraño en el que vive, en este siglo mercantil que disuelve los cuerpos en la eficacia vulgar del dinero.
- Pero no me dijo qué le critica a este siglo.
Ah sí, se lo digo rápido para no alargar este artículo. Este siglo es democrático, quiere venderle, a todo el mundo, cualquier cosa que parezca valiosa y sin complicaciones. Un ser especial capaz de encarnar los símbolos de una cultura no parece muy práctico ni vendible. Este siglo no espera inventar nada, a no ser alguno de esos chiches tecnológicos, mientras tanto procura reducir los símbolos a lo que ya esta probado que funciona, poner unos coach a trabajar con los músicos de segunda generación, como se les dice, y estudiar el método Amstrong, o el método Clifford Brawn. Han aprendido a hacerlo, extraen de ellos las claves de su sonido y los convierten en protocolos. Muy eficaces sí; incluso el talento se vuelca ahora a encontrar la clave exacta, y el ideal del siglo es hacer que un software lo repita. Si dan con la clave es como si sonara igual, y a veces lo aceptamos, pero no, no  es igual, porque aunque encuentren la fuente de los símbolos y el código que establece la exacta forma de combinarlos, siguen siendo símbolos, sin cuerpo. Creo que en su sistema el cuerpo verdadero no entra, el cuerpo no cabe todo en el símbolo, queda un resto inexplicable y solo algunos son capaces de tolerarlo. Ese es el precio.
Pero como la nostalgia se equivoca siempre, estoy seguro de que ya hay miles de jóvenes ensayando, dispuestos a pagar el precio, como siempre.

Todas los dibujos pertenecen a  cuadernos de diversas épocas y miden 14 x 21 cm.



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