SILENCIO




SILENCIO

Hoy* fui a escuchar música al Centro Cultural. Una oportunidad no tan frecuente en Comodoro Rivadavia y más tratándose de música clásica. Teníamos en la ciudad a Martín Kutnowski, compositor y pianista radicado en Canadá y a Venancio Rius Marti, clarinetista español. Dos músicos de prestigio que nos visitaban por iniciativa de la Secretaría de Cultura, la Fundación Nuevo Comodoro y una institución canadiense que propiciaba la gira. Brindaron talleres y capacitaciones a músicos y compositores locales y fundamentalmente al Ensamble de la Fundación Comodoro. Y se brindaron ellos.
A la hora indicada un numeroso público colmó las instalaciones del auditorio del Centro Cultural. Y si bien llegué relativamente temprano tuve que conformarme con una platea alta. Se agregaron sillas y había público hasta en los pasillos. Tampoco es frecuente este fervor (solemos recordar que Piazzolla tocó en un teatro Español casi vacío) y ojalá sea un signo de la maduración cultural de nuestra ciudad.
El concierto incluyó una introducción de nuestro Alberto Morelli, brillante como siempre. Tocó un vals de Agustín Barrios, una dificilísima obra de Domeniconi y finalmente estrenó un Preludio y Fuga del mismo Kutnowski. Luego le tocó el turno al clarinete de Rius Marti, quién tocó las Tres Piezas Para Clarinete Solo De Stravisnky y una pieza compuesta por el mismo Kutnowski para él, cuyo lucimiento quedó así asegurado. Se sucedieron luego pequeños dúos de Rius con Alejandra De Los Santos, en flauta, quién cumplió holgadamente con este compromiso. Finalmente, y luego de una simpática pieza para niños, que incluía un relato musicalizado y sombrero de copa para el director, se dio paso al ensamble de la Fundación Comodoro, con su nueva formación. Las tres piezas que tocaron dejaron notar el esfuerzo que hacían por estar a la altura del compromiso. Pero sonaron bien y Oblivión de Piazzolla fue el excelente cierre de una noche ganada.
Pero no es a todo esto a lo que quiero referirme, sino al estimado público presente, como se decía en otros tiempos. Y lo hago en el intento de extraer algunas conclusiones sobre el estado de nuestra experiencia común y los modos en los que ésta se va modificando por la degradación del mercado. Entiendo que el modo en que experimentamos los asuntos comunes y la cultura que vivimos son dos caras de la misma moneda. Como decir el adentro y el afuera. Es más, estas dos nociones ya son el resultado de esas influencias. Quiero decir que las coordenadas que determinan la experiencia común son decisivas y capaces de modificarla profundamente, y tanto cómo para que dos vecinos se conviertan en personas ajenas uno del otro.
Por ejemplo, y así me voy acercando a lo que quiero decir, en mi experiencia la intimidad es vital. En principio la intimidad conmigo mismo, ya que es en ese espacio donde puedo sentir y reconocer mis sentimientos, pensar y reflexionar sobre mis pensamientos, lo cual me permite esperar y no tomar decisiones apresuradas, por ejemplo. Y luego la intimidad con los otros ya que incluirlos en esa intimidad me permite escucharlos, no sentirme solo, y recordar de continuo que mi intimidad llega hasta la intimidad de mi vecino, aún la del que detesto o el que me fastidia. Tengo razones para suponer que él también aprecia su intimidad y resguarda un lugar para la mía. Pero claro, todo esto es un presupuesto subjetivo, construido en dos siglos más o menos, desde que abandonamos el campo y nos vinimos a amontonar a las ciudades. Y así como se construyó con el tiempo puede modificarse, es más, ya se modificó.
Es en ese espacio íntimo, compartido con la intimidad de otros, herencia que los laicos le debemos a la tradición religiosa y la oración en común, que puedo contemplar y oír,  música por ejemplo, y reconocer los sentimientos y resonancias que me despierta. Se trata de una experiencia evanescente, hecha de sensaciones sutiles que se esfuman a la menor interferencia. De ahí que para escuchar música, y más tratándose de música clásica, haga falta silencio. No se trata de un capricho, ni de uno de esos rasgos forzados con los cuales alguien quiere parecer culto. El silencio es imprescindible para ciertas experiencias estéticas. Y ese silencio requiere de un acuerdo común, del aprecio en común por esa intimidad.
Y en el concierto estuve tenso, a pesar de que esta vez  hubo silencio la mayor parte del concierto, y de que el público, aún numeroso, demostró su interés haciéndolo, porque el silencio se hace, y damos con él un signo de recepción  y aprecio. Un signo de que este público ha refrenado toda actividad en beneficio de la única actividad que importa: la de ese músico que está ahí, haciendo sonar su propia experiencia, cultivada durante años, y por eso valiosa.
Es cierto que el público hizo silencio, pero me acordé del concierto anterior del Ensamble, donde debió interrumpirse la ejecución, hasta que los que siempre llegan  tarde terminen de acomodarse, lo cual sucedió luego de pasada una media hora larga. Y también me acordé del fastidio del Tata Cedrón en los festejos de julio, quién llegó a declarar que no podía tocar con semejante bullicio ( y hubiera utilizado otra palabra, pero rompería el clima de intimidad que quiero dar a este texto) Hubo escasos celulares, pero los hubo, y disparos de flashes y las omnívoras pantallas del onanismo electrónico. Y hubo un niño. Uno que no pudo abandonar sus pedidos en toda la noche. El único límite que se le puso fue el silencio de Venancio Rius, quien se puso serio y bajó el instrumento en signo de que no tocaría si el pequeño no se callaba. Y quién lo llevó lo sacó afuera ruidosamente, oímos claramente sus protestas, los pasos apurados, el portazo, el reto cuchicheado. Pero nadie dijo nada. Ni un chistido siquiera. Y lo seguimos oyendo, porque al parecer, y vaya uno a saber mediante que promesas, volvió a la sala. Y tampoco hubo de parte de los organizadores quién pusiera una pauta. Quedó entonces admitido que aquello era compatible con el concierto. Tal vez en nombre de esa premisa que pone a los niños como la razón superior de nuestros afanes. La pieza para niños que se incluyó quizás fue la respuesta: si vamos a tener niños en el auditorio toquemos música para ellos.
Aquí podemos volver a esos cambios que mencionaba al comienzo, y que pueden hacer que dos, que viven juntos en la misma ciudad, tengan experiencias del mundo completamente ajenas. Porque de aquella consigna que decía: primero los niños, y sin  que nos diéramos cuenta, pasamos a esta otra: a los niños no debe faltarles nada, y más tarde a: los niños deben tenerlo todo. Y ahí…, no se, porque ese “todo” puede ser cualquier cosa y alguien a quien se le reserva cualquier cosa no puede saber qué quiere, no puede esperar, ni hacer silencio. Está en una posición muy difícil: compelido a recibir algo que no sabe, de lo que no puede defenderse, que lo obliga a gozar porque fue hecho para que goce, y que además lo convierte en lo más importante de ese momento. El resultado no puede ser otro que la excitación. Excitación que el mercado confunde con regocijo y que era posible sentir - contenida - en el auditorio de ayer, donde insisto, hubo muchos momentos de apreciable silencio e intimidad compartida. Aunque algunos celulares se prendieran aquí y allá, unas piernas temblaran descargando tensión en toda la fila. Y el tiempo común fuera vivido como un obstáculo a la satisfacción inmediata. Esa satisfacción que promete el mercado y que nos deja a todos como niños excitados, esperando no se sabe qué, temiendo una catástrofe en el próximo minuto. Así no se puede oír música. Tal vez si se escuche la fiesta de las palmas y de las primeras marcas musicales, pero me tienen podrido. Quizás yo también me haya convertido en un niño fastidioso.
* Concierto De Sur A Norte, Música y Encuentro. Centro Cultural Comodoro

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